Hace casi diez años, en su edición de noviembre de 2010, la revista Journal of Cosmology (publicación estadounidense surgida en 2009 que funge como foro abierto para la promoción y difusión de investigaciones e información relacionada con el estudio del universo) dio a conocer el planteamiento de dos investigadores estadounidenses, Dirk Schulze y Paul Davies, para abaratar el elevado costo que implicaría una expedición al planeta Marte: una misión tripulada por dos parejas de civiles –no necesariamente astronautas–, de preferencia de 60 años, en un viaje sin retorno. Los investigadores partían de la idea de que una misión humana a Marte era tecnológicamente viable. Argumentaron que una expedición de ida y vuelta resultaría incosteable, por lo que la solución sería un viaje sin regreso. De esta forma, no sólo habría un ahorro de los recursos necesarios para la trayectoria de vuelta, sino que además se eliminarían los gastos de rehabilitación de los astronautas tras permanecer en el cuarto planeta, una estancia bastante larga si se toma en cuenta que el puro traslado llevaría alrededor de seis meses.
Vivimos el tercer trimestre de 2020. Nos creemos vanguardistas y, si se me permite el término, inasombrables. Todo, absolutamente todo, es arrojado a la cloaca de la cotidianeidad apenas cae en nuestras manos, y si algo llega a dejarnos pasmados, la fascinación no dura más de tres, tal vez cuatro minutos. Vemos nuestra vida como si viviéramos al final de una línea recta: nada hacia delante, todo detrás. Tenemos un pie levantado justo al borde de un abismo blanco, a la espera del próximo rayón de tinta que nos dé pauta para avanzar. Pero vaya sorpresa cuando nos demos cuenta que el camino frente a nosotros ya fue recorrido por un hombre, hace 61 años, y que su andanza nos lleva un trecho que nos deja como meros aficionados. Allá, 70 años delante de nosotros, Ray Bradbury (Illinois, Estados Unidos, 1920) publicó una colección de cuentos con el planeta Marte como escenario principal: Crónicas marcianas (1950).
Todo, absolutamente todo, es arrojado a la cloaca de la cotidianeidad apenas cae en nuestras manos, y si algo llega a dejarnos pasmados, la fascinación no dura más de tres, tal vez cuatro minutos. Vemos nuestra vida como si viviéramos al final de una línea recta: nada hacia delante, todo detrás.
Efectivamente, cada relato de los veintiséis que contiene el libro, es una crónica sutilmente independiente de las demás, pero que leídas en conjunto aportan un argumento general, con inicio, trama y desenlace.
El libro sugiere una cronología que inicia en enero de 1999 –49 años a futuro de cuando fue publicado– y concluye en octubre de 2026. Bradbury se vale de ese período de 27 años para dar contexto a la gradual colonización humana del planeta Marte. Sin embargo, el enfoque no es el del terrícola ambicioso, tecnológico, exterminador o nostálgico por el deterioro que le ha causado a la Tierra. Muy al contrario, el autor da voz y atmósfera a los sentimientos de los marcianos, una raza sensible, vulnerable y celosa de su terruño, quizá más humana que la especie que los invade. Si bien el título se apega más a lo que uno califique como ciencia ficción, la narrativa tiene un tono melancólico, poético –elegíaco, dirían los expertos–, que debe de leerse despacio, no a la velocidad de la luz ni a la del sonido, sino a la velocidad del silencio, la única que acaso permita redescubrir a la humanidad.
La llegada a Marte de un grupo de exploradores humanos, la integración de éstos al ambiente que ofrece el planeta y el posterior desarrollo de una civilización terrícola en un planeta extraño, son los puntales sobre los que evoluciona la historia. Alrededor de ellos y de un suceso a otro, el carácter de la sociedad marciana, en general, y la personalidad de algunos nativos, en particular, se nos van revelando paulatinamente, mediante una serie de testimonios implícitos en el terror, la angustia, la deshonra, la fe y otras sensaciones con las que el autor dota a los marcianos. De renglón en renglón, Bradbury diseña un código con efecto de espejo: a través de los relatos desdobla los rostros marcianos para mostrar el rostro más detestable de la humanidad. Así surgen los temas eternos: la naturaleza, el racismo, la migración, el exterminio, dios, la soledad, el poder, la libertad.
Destaco el relato «Diciembre de 2001. La mañana verde»: un hombre de 31 años empeñado en sembrar semillas y plantar árboles por toda la superficie de Marte, para volverlo verde, oxigenado, un paraíso vegetal sobre una errante esfera roja. A mi gusto, la crónica más esperanzadora de todas.
Muchos son los indicios que permiten inferir la genialidad de Ray Bradbury en la obra aludida. Elijo uno: utilizar un mundo extraterrestre para plantear la revisión de principios en los que la humanidad se creía sustentada; y más aún, replantear las utopías que mantienen a la humanidad titilando como estrellas: la felicidad, la belleza, la civilización. Va más allá de un retorno al planeta Tierra, a la base espacial de la que habrá de salir el primer cohete. Un retorno moral es la propuesta, travesía mucho más escabrosa que cualquier otra.
Crónicas marcianas marcó el inicio de una prolífica carrera. Con esta colección de relatos, Bradbury se encumbró como el escritor estadounidense más importante en el género de fantasía, quizá por encima de Isaac Asimov y Arthur C. Clarke; y con el relato La tercera expedición, entró al Salón de la Fama de la Ciencia Ficción. Quince libros de relatos más y once novelas, entre otros textos, escribió desde aquel lejano 1950. Falleció en junio de 2012, poco antes de cumplir 92 años. Es muy probable que Bradbury, al llegar al final de la línea de su vida, haya decidido saltar hacia el abismo blanco de la página, asombrado por el vértigo y por la inmensidad de la luz, el único camino que a muchos nos queda para retornar a la infancia.
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